Por Jorge Martínez
La novela cierra la trilogía que hizo famosa a la autora y escandalizó a un país todavía apegado a la fe y a la tradición. Humor, feminismo y crítica social se combinan en sus páginas.
Alguna vez, elogiando la amplitud de criterios del medio intelectual británico, Borges observó que la clave para triunfar en las letras inglesas radicaba en denigrar a Inglaterra. Lo mismo podría decirse de los autores irlandeses, sólo que con una variante de peso: su propio camino al éxito en Londres no consiste en denigrar a Inglaterra sino a Irlanda, a la pobre, rural y católica Irlanda. Es lo que han hecho todas las grandes plumas irlandesas desde George Moore y James Joyce a John Banville y Colm Tóibín. Y es lo que hizo muy especialmente Edna O’Brien.
Para comprobarlo alcanza con leer Chicas felizmente casadas (Errata naturae, 272 páginas) la novela que cierra la trilogía de Las chi-cas de campo con la que O’Brien (Tuamgraney, 1930) sacudió a la Irlanda de principios de la década de 1960 y se ganó un lugar central en la literatura en inglés de la segunda mitad del siglo XX.
Los tres libros siguen a la perfección el sendero que desde fines del siglo XIX garantiza el éxito a los plumíferos irlandeses ávidos del elogio londinense. Burlas a la Iglesia y a sus sacerdotes, reproches a la vida del campo, críticas a las familias tradicionales, sobre todo cuando en ellas hay madres tan rústicas como devotas, y presentación del sexo como medio para salir del atraso campesino y conocer las mieles de la modernidad citadina en Dublín o Londres.
O’Brien vivió en persona esas experiencias (huyó de su familia casándose embarazada a los 23 años con un escritor mucho mayor que ella) y las reflejó en la trilogía que le dio fama, dinero y algún sobresalto. Pero lo hizo, conviene aclararlo, con indudables virtudes literarias. Su ajuste de cuentas con la Irlanda histórica no se agotó en una mera diatriba. Tuvo el talento -y la astucia- de hacer buena literatura con esos rencores.
En Chicas felizmente casadas aparecen de nuevo las protagonistas de las dos novelas anteriores: Kate y Baba, amigas inseparables y muy diferentes entre sí que hicieron juntas el viaje desde la sencillez irlandesa al -presunto- refinamiento de Londres. Como insinúa el título, están casadas, pero no son nada felices. Kate es madre y, tras serle infiel, termina por separarse de Eugene, quien la había deslumbrado en Chicas de ojos verdes, el segundo título de la trilogía. Esa ruptura, de la que se arrepiente, la sume en una aguda depresión. Baba, siempre más pragmática, se casó por dinero con Frank, un nuevo rico del rubro de la construcción al que desprecia sin reparos. Su tosco feminismo se resume en una frase del epílogo que la autora agregó veinte años después de publicada la obra: ‘‘Los hombres son imbéciles para algunas cosas, y unos traidores para otras’’.
A lo largo de la novela O’Brien cuenta en forma intercalada las historias de las dos amigas, pero lo hace con diferentes registros y narradores. Las partes de Kate se relatan en tercera persona y transmiten el temperamento más ingenuo y dramático de su protagonista. En el caso de Baba, es ella la que cuenta en primera persona, y todo lo que refiere -incluso las penurias de su amiga- viene teñido por su espíritu irreverente, mordaz y podría decirse que blasfemo. Sus intervenciones desopilantes y el ajustado humorismo de sus diálogos airean la historia de Kate y crean una alternancia de to-nos que resulta lo mejor del libro y una prueba de la ductilidad de la autora.
O’Brien ha escrito una veintena de novelas (desde España empiezan a llegarnos algunas de ellas), ocho libros de cuentos, cinco piezas de teatro, dos biografías (Joyce y Byron), un libro de memorias, otro de ensayos y uno de poemas. Philip Roth ha dicho de ella que es la “escritora de lengua inglesa con más talento de nuestros días” y hace tiempo que su nombre suena para el Nobel. Con justa razón la llaman la “decana” de las letras irlandesas. Por edad y también porque hace medio siglo extendió las fronteras de lo que se podía escribir en menosprecio de un país que ya no existe, esa Irlanda campesina y religiosa que hoy ha sido totalmente ganada por la modernidad tecnológica y el secularismo.
Mucho tuvo que ver O’Brien en ese cambio y, sin embargo, ahora parece lamentarlo. Así lo expresó en una entrevista reciente en la que alertó sobre el auge del hedonismo en Irlanda y la generalizada falta de conciencia en las personas. La rebelde por excelencia, la gran feminista y confesa anticatólica, atribuyó es-os vicios a la “eliminación” de la espiritualidad que trajo la secularización. Acertado descubrimiento que llega un poco tarde ¦